CUANDO Adán y Eva fueron creados
recibieron el conocimiento de la ley de Dios; conocieron los derechos que la
ley tenía sobre ellos; sus preceptos estaban escritos en sus corazones. Cuando
el hombre cayó a causa de su transgresión, la ley no fue cambiada, sino que se
estableció un sistema de redención para hacerle volver a la obediencia. Se le
dio la promesa de un Salvador, y se establecieron sacrificios que dirigían sus
pensamientos hacia el futuro, hacia la muerte de Cristo como supremo
sacrificio. Si nunca se hubiera violado la ley de Dios, no habría habido muerte
ni se habría necesitado un Salvador, ni tampoco sacrificios.
Adán enseñó a sus descendientes la ley
de Dios, y así fue transmitida de padres a hijos durante las siguientes
generaciones. No obstante las medidas bondadosamente tomadas para la redención
del hombre, pocos la aceptaron y prestaron obediencia. Debido a la
transgresión, el mundo se envileció tanto que fue menester limpiarlo de su
corrupción mediante el diluvio. La ley fue preservada por Noé y su familia, y
Noé enseñó los diez mandamientos a sus descendientes. Cuando los hombres se
apartaron nuevamente de Dios, el Señor eligió a Abrahán, de quien declaró:
"Oyó Abrahán mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos,
y mis leyes." (Gén. 26:5.) Le dio el rito de la circuncisión, como señal
de que quienes lo recibían eran dedicados al servicio de Dios, y prometían
permanecer separados de la idolatría y obedecer la ley de Dios.
La falta de voluntad para cumplir esta
promesa, que los descendientes de Abrahán evidenciaron en su tendencia a formar
alianzas con los paganos y adoptar sus prácticas, fue la causa de su estada y
servidumbre en Egipto. Pero en su relación con los idólatras y su forzada
sumisión a los egipcios, los israelitas corrompieron aun más su conocimiento de
los preceptos divinos al mezclarlos con las crueles y viles enseñanzas del
paganismo. Por lo tanto, cuando los sacó de Egipto, el Señor descendió sobre el
Sinaí, envuelto en gloria y rodeado de sus ángeles, y con grandiosa majestad
pronunció su ley a todo el pueblo.
Aun entonces Dios no confió sus
preceptos a la memoria de un pueblo inclinado a olvidar sus requerimientos,
sino que los escribió sobre tablas de piedra. Quiso alejar de Israel toda
posibilidad de mezclar las tradiciones paganas con sus santos preceptos, o de
confundir sus mandamientos con costumbres o reglamentos humanos, Pero hizo más
que sólo darles los preceptos del Decálogo. El pueblo se había mostrado tan
susceptible a descarriarse, que no quiso dejarles ninguna puerta abierta a la
tentación. A Moisés se le dijo que escribiera, como Dios se lo había mandado,
derechos y leyes que contenían instrucciones minuciosas respecto a lo que el
Señor requería. Estas instrucciones relativas a los deberes del pueblo para con
Dios, a los deberes de unos para con otros, y para con los extranjeros, no eran
otra cosa que los principios de los diez mandamientos ampliados y dados de una
manera específica, en forma tal que ninguno pudiera errar. Tenían por objeto
resguardar la santidad de los diez mandamientos grabados en las tablas de
piedra.
Si el hombre hubiera guardado la ley
de Dios, tal como le fue dada a Adán después de su caída, preservada por Noé y
observada por Abrahán, no habría habido necesidad del rito de la
circuncisión. Y si los descendientes de Abrahán hubieran guardado el pacto del
cual la circuncisión era una señal, jamás habrían sido inducidos a la
idolatría, ni habría sido necesario que sufrieran una vida de esclavitud en
Egipto; habrían conservado el conocimiento de la ley de Dios y no habría sido
necesario proclamarla desde el Sinaí, o grabarla sobre tablas de piedra. Y si
el pueblo hubiera practicado los principios de los diez mandamientos, no habría
habido necesidad de las instrucciones adicionales que se le dieron a Moisés.
El sistema de sacrificios confiado a
Adán fue también pervertido por sus descendientes. La superstición, la
idolatría, la crueldad y el libertinaje corrompieron el sencillo y
significativo servicio que Dios había establecido. A través de su larga
relación con los idólatras, el pueblo de Israel había mezclado muchas
costumbres paganas con su culto; por consiguiente, en el Sinaí el Señor le dio
instrucciones definidas tocante al servicio de los sacrificios. Una vez terminada
la construcción del santuario, Dios se comunicó con Moisés desde la nube de
gloria que descendía sobre el propiciatorio, y le dio instrucciones completas
acerca del sistema de sacrificios y ofrendas, y las formas del culto que debían
emplearse en el santuario. De esa manera se dio a Moisés la ley ceremonial, que
fue escrita por él en un libro. Pero la ley de los diez mandamientos
pronunciada desde el Sinaí había sido escrita por Dios mismo en las tablas de
piedra, y fue guardada sagradamente en el arca.
Muchos confunden estos dos sistemas y
se valen de los textos que hablan de la ley ceremonial para tratar de probar
que la ley moral fue abolida; pero esto es pervertir las Escrituras.
LA DISTINCIÓN ENTRE LOS DOS SISTEMAS ES
CLARA.
El sistema ceremonial se componía de símbolos que
señalaban a Cristo, su sacrificio y su sacerdocio. Esta ley ritual, con sus
sacrificios y ordenanzas, debían los hebreos seguirla hasta que el símbolo se
cumpliera en la realidad de la muerte de Cristo. Cordero de Dios que quita los
pecados del mundo. Entonces debían cesar todas las ofrendas de sacrificio. Tal
es la ley que Cristo quitó de en medio y clavó en la cruz. (Col. 2: 14.)
Pero acerca de la ley de los diez mandamientos el salmista declara: "Para
siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos." (Sal. 119: 89.) Y
Cristo mismo dice: "No penséis que he venido para abrogar la ley.... De
cierto os digo," y recalca en todo lo posible su aserto, "que hasta
que perezca el cielo y la tierra, ni una jota ni un tilde perecerá de la ley,
hasta que todas las cosas sean hechas." (Mat. 5: I7, 18.) En estas
palabras Cristo enseña, no sólo cuáles habían sido las demandas de la ley de
Dios, y cuáles eran entonces, sino que además ellas perdurarán tanto como los
cielos y la tierra. La ley de Dios es tan inmutable como su trono. Mantendrá
sus demandas sobre la humanidad a través de todos los siglos. Respecto a la ley
pronunciada en el Sinaí, dice Nehemías: "Sobre el monte de Sinaí
descendiste, y hablaste con ellos desde el cielo, y dísteles juicios rectos,
leyes verdaderas, y estatutos y mandamientos buenos." (Neh. 9: 13.) Y
Pablo, el apóstol de los gentiles, declara: "La ley a la verdad es santa,
y el mandamiento santo, y justo, y bueno." Esta ley no puede ser otra que
el Decálogo, pues es la ley que dice:
"No codiciarás." (Rom. 7: 12, 7).
"No codiciarás." (Rom. 7: 12, 7).
Si bien la muerte del Salvador puso fin a la ley de los símbolos y
sombras no disminuyó en lo más mínimo la obligación del hombre hacía la ley
moral.
Muy
al contrario, el mismo hecho de que fuera necesario que Cristo muriera para
expiar la transgresión de la ley, prueba que ésta es inmutable.
Los que alegan que Cristo vino para
abrogar la ley de Dios y eliminar el Antiguo Testamento, hablan de la era
judaica como de un tiempo de tinieblas, y representan la religión de los
hebreos como una serie de meras formas y ceremonias.
Pero éste es un error. A través de
todas las páginas de la historia sagrada, donde está registrada la relación de
Dios con su pueblo escogido, hay huellas vivas del gran YO SOY. Nunca dio el
Señor a los hijos de los hombres más amplias revelaciones de su poder y gloria
que cuando fue reconocido como único soberano de Israel y dio la ley a su
pueblo, Había allí un cetro que no era empujado por manos humanas; y las
majestuosas manifestaciones del invisible Rey de Israel fueron indeciblemente
grandiosas y temibles.
En todas estas revelaciones de la
presencia divina, la gloria de Dios se manifestó por medio de Cristo. No sólo
cuando vino el Salvador, sino a través de todos los siglos después de la caída
del hombre y de la promesa de la redención, "Dios estaba en Cristo
reconciliando el mundo a sí." (2 Cor. 5: 19.) Cristo era el fundamento y
el centro del sistema de sacrificios, tanto en la era patriarcal como en la
judía. Desde que pecaron nuestros primeros padres, no ha habido comunicación
directa entre Dios y el hombre. El Padre puso el mundo en manos de Cristo para
que por su obra mediadora redimiera al hombre y vindicara la autoridad y
santidad de la ley divina. Toda comunicación entre el cielo y la raza caída se
ha hecho por medio de Cristo. Fue el Hijo de Dios quien dio a nuestros primeros
padres la promesa de la redención. Fue él quien se reveló a los patriarcas.
Adán, Noé, Abrahán, Isaac, Jacob, y Moisés comprendieron el Evangelio. Buscaron
la salvación por medio del Substituto y Garante del ser humano. Estos santos
varones de antaño comulgaron con el Salvador que iba a venir al mundo en carne
humana; y algunos de ellos hablaron cara a cara con Cristo y con ángeles
celestiales. Cristo no sólo fue el que dirigía a
los hebreos en el desierto --el Ángel en quien estaba el nombre de Jehová, y
quien, velado en la columna de nube, iba delante de la hueste--sino que también
fue él quien dio la ley a Israel.
(VEAMOS ESTA NOTA:)
("Que el que pronunció las
palabras de la ley y llamó a Moisés al monte para hablarle era el Señor
Jesucristo, es algo que se desprende de las siguientes consideraciones: Fue por
medio de Cristo cómo Dios se reveló al hombre en todos los tiempos.
"Nosotros empero no tenemos más de un Dios, el Padre, del cual son todas
las cosas, y nosotros en él: y un Señor Jesucristo, por el cual son todas las
cosas, y nosotros por él." (1Cor. 8:6.) "Este [Moisés] es aquél que
estuvo en la congregación en el desierto con el ángel que le hablaba en el
monte Sinaí, y con nuestros padres; y recibió las palabras de vida para
darnos." (Hech. 7: 38.) Este ángel era "el ángel de su faz"
(Isa. 63: 9), el ángel en quien estaba el nombre de Jehová. (Exo. 23: 20-23.)
La expresión no puede referirse a otro más que al Hijo de Dios. Además, a
Cristo se le llama el Verbo o Palabra de Dios. (Juan 1: 13.) Es llamado
así porque en todas las edades Dios comunicó sus revelaciones al hombre por
medio de él. Fue su Espíritu el que inspiró a los profetas. (1 Ped. 1: 10, 11.)
Les fue revelado como el ángel de Jehová, el príncipe del ejército del Señor,
Miguel el arcángel")).
En medio de la terrible gloria del
Sinaí, Cristo promulgó a todo el pueblo los diez mandamientos de la ley de su
Padre, y dio a Moisés esa ley grabada en tablas de piedra. Fue Cristo quien
habló a su pueblo por medio de los profetas. El apóstol Pedro, escribiendo a la
iglesia cristiana, dice que los que "profetizaron de la gracia que había
de venir a vosotros, han inquirido y diligentemente buscado, escudriñando
cuándo y en qué punto de tiempo significaba el Espíritu de Cristo que estaba en
ellos, el cual prenunciaba las aflicciones que habían de venir a Cristo, y las
glorias después de ellas." (1 Ped. 1: 10, 11.) Es la voz de Cristo la que
nos habla por medio del Antiguo Testamento. "Porque el testimonio de Jesús
es el espíritu de la profecía." (Apoc. 19: 10.)
En las enseñanzas que dio cuando
estuvo personalmente aquí entre los hombres, Jesús dirigió los pensamientos del
pueblo hacia el Antiguo Testamento. Dijo a los judíos: "Escudriñad las
Escrituras, porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y
ellas son las que dan testimonio de mi." (Juan 5:39.) En aquel entonces
los libros del Antiguo Testamento eran la única parte de la Biblia que existía.
Otra vez el Hijo de Dios declaró:
"A Moisés y a los profetas tienen: óiganlos." Y agregó: "Si no
oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán, si alguno se levantare
de los muertos." (Luc. 16:29, 31.)
La ley ceremonial fue dada por Cristo. Aun
después de ser abolida, Pablo la presentó a los judíos en su verdadero marco y
valor, mostrando el lugar que ocupaba en el plan de la redención, así cómo su
relación con la obra de Cristo; y el gran apóstol declara que esta ley es
gloriosa, digna de su divino Originador.
El solemne servicio del santuario
representaba las grandes verdades que habían de ser reveladas a través de las
siguientes generaciones. La nube de incienso que ascendía con las oraciones de
Israel representaba su justicia, que es lo único que puede hacer aceptable ante
Dios la oración del pecador;, la víctima sangrante en el altar del sacrificio
daba testimonio del Redentor que había de venir; y el lugar santísimo irradiaba
la señal visible de la presencia divina. Así, a través de siglos y siglos de
tinieblas y apostasía, la fe se mantuvo viva en los corazones humanos hasta que
llegó el tiempo del advenimiento del Mesías prometido.
Jesús era ya la luz de su pueblo, la
luz del mundo, antes de venir a la tierra en forma humana. El primer rayo de
luz que penetró la lobreguez en que el pecado había envuelto al mundo, provino
de Cristo. Y de él ha emanado todo rayo de resplandor celestial que ha caído
sobre los habitantes de la tierra. En el plan de la redención, Cristo es el
Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo. Desde que el Salvador derramó su
sangre para la remisión de los pecados, y ascendió al cielo "para
presentarse ahora por nosotros en la presencia de Dios" (Heb. 9: 24),
raudales de luz han brotado de la cruz del Calvario y de los lugares santos del
santuario celestial. Pero porque se nos haya otorgado una luz más clara no
debiéramos menospreciar la que en tiempos anteriores fue recibida mediante
símbolos que revelaban al Salvador futuro. El Evangelio de Cristo arroja luz
sobre la economía judía y da significado a la ley ceremonial. A medida que se
revelan nuevas verdades, y se aclara aún más lo que se sabía desde el
principio, se hacen más manifiestos el carácter y los propósitos de Dios en su
trato con su pueblo escogido. Todo rayo de luz adicional que recibimos nos hace
comprender mejor el plan de redención, cumplimiento de la voluntad divina en
favor de la salvación del hombre. Vemos nueva belleza y fuerza en la Palabra
inspirada, y la estudiamos con interés más profundo y concentrado.
Muchos opinan que Dios colocó una muralla
divisoria entre los hebreos y el resto del mundo; que su cuidado y amor de los
que privara en gran parte al resto de la humanidad, se concentraban en Israel.
Pero no fue el propósito de Dios que
su pueblo construyera una muralla de separación entre ellos y sus semejantes.
El corazón del Amor infinito abarcaba
a todos los habitantes de la tierra. Aunque le habían rechazado, constantemente
procuraba revelárselas, y hacerlos partícipes de su amor y su gracia. Su
bendición fue concedida al pueblo escogido, para que éste pudiera bendecir a
otros.
Dios llamó a Abrahán, le prosperó y le
honró; y la fidelidad del patriarca fue una luz para la gente de todos los
países donde habitó. Abrahán no se aisló de quienes le rodeaban. Mantuvo
relaciones amistosas con los reyes de las naciones circundantes, y fue tratado
por algunos de ellos con gran respeto; su integridad y desinterés, su valor y
benevolencia, representaron el carácter de Dios. A Mesopotamia, a Canaán, a
Egipto, hasta a los habitantes de Sodoma, el Dios del cielo se les reveló por
medio de su representante.
Asimismo se reveló Dios por medio de
José al pueblo egipcio y a todas las naciones relacionadas con aquel poderoso
reino. ¿Por qué dispuso el Señor exaltar a José a tan grande altura entre los
egipcios? Podía lograr sus propósitos en favor de los hijos de Jacob de
cualquiera otra manera; pero quiso hacer de José una luz, y lo puso en el
palacio del rey para que la luz celestial alumbrara cerca y lejos. Mediante su
sabiduría y su justicia, mediante la pureza y la benevolencia de su vida
cotidiana, mediante su devoción a los intereses del pueblo, y de un pueblo
idólatra, José fue el representante de Cristo. En su benefactor, a quien todo
Egipto se dirigía con gratitud y a quien todos elogiaban, aquel pueblo pagano
debía contemplar el amor de su Creador y Redentor. También mediante Moisés,
Dios colocó una luz junto al trono del mayor reino de la tierra, para que todos
los que quisieran, pudieran conocer al Dios verdadero y viviente. Y toda esta
luz fue dada a los egipcios antes de que la mano de Dios se extendiera sobre
ellos en las plagas.
Mediante la liberación de Israel de
Egipto, el conocimiento del poder de Dios se extendió por todas partes. El
belicoso pueblo de la plaza fuerte de Jericó tembló. Dijo Rahab: "Oyendo
esto, ha desmayado nuestro corazón; ni ha quedado más espíritu en alguno por
causa de vosotros: porque Jehová vuestro Dios es Dios arriba en los cielos, y
abajo en la tierra." (Jos. 2: 11.) Varios siglos después del éxodo, los
sacerdotes filisteos recordaron a su pueblo las plagas de Egipto, y lo
amonestaron a no resistir al Dios de Israel.
Dios llamó a Israel, lo
bendijo y lo exaltó, no para que mediante la obediencia a su ley recibiese él
solo su favor y fuera beneficiario exclusivo de sus bendiciones; sino para
revelarse por medio de él a todos los habitantes de la tierra.
Para poder alcanzar este
propósito, Dios le ordenó que fuera diferente de las naciones idólatras que lo
rodeaban.
La idolatría y todos los pecados que
la acompañaban eran abominables para Dios, y ordenó a su pueblo que no se
mezclara con las otras naciones, ni hiciera "como ellos hacen" (Exo.
23: 24), para que no se olvidaran de Dios. Les prohibió el matrimonio con los
idólatras, para que sus corazones no se apartaran de él. Era tan necesario
entonces como ahora que el pueblo de Dios fuese puro, "sin mancha de este
mundo." (Sant. 1: 27.) Debían mantenerse libres del espíritu mundano,
porque éste se opone a la verdad y la justicia. Pero Dios no quería que su
pueblo, creyendo tener la exclusividad de la justicia, se apartara del mundo al
punto de no poder ejercer influencia alguna sobre él.
Como su Maestro, los seguidores de
Cristo debían ser en todas las edades la luz del mundo. El Salvador dijo:
"Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende
una lámpara y se pone debajo de un almud, más sobre el candelero, y alumbra a
todos los que están en casa;" es decir, en el mundo. Y agrega: "Así
alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras
buenas, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos." (Mat. 5: 14-16)
Esto es exactamente lo que hicieron Enoc, Noé, Abrahán, José y Moisés. Y es
precisamente lo que Dios quería que hiciera su pueblo Israel. Fue su propio
corazón malo e incrédulo, dominado por Satanás, lo que los llevó a ocultar su
luz en vez de irradiarla sobre los pueblos circunvecinos; fue ese mismo
espíritu fanático lo que les hizo seguir las prácticas inicuas de los paganos,
o encerrarse en un orgulloso exclusivismo, como si el amor y el cuidado de Dios
fuesen únicamente para ellos.
Así Como La Biblia Presenta Dos Leyes, Una Inmutable Y Eterna,
La Otra Provisional Y Temporaria, Así También Hay Dos Pactos.
La Otra Provisional Y Temporaria, Así También Hay Dos Pactos.
EL PACTO DE LA GRACIA se estableció
primeramente con el hombre en el Edén, cuando después de la caída se dio la
promesa divina de que la simiente de la mujer heriría a la serpiente en la
cabeza. Este pacto puso al alcance de todos los hombres el perdón y la ayuda de
la gracia de Dios para obedecer en lo futuro mediante la fe en Cristo. También
les prometía la vida eterna si eran fieles a la ley de Dios. Así recibieron los
patriarcas la esperanza de la salvación. Este mismo pacto le fue renovado
a Abrahán en la promesa: "En tu simiente serán benditas todas las gentes
de la tierra." (Gén. 22: 18.) Esta promesa dirigía los pensamientos hacia
Cristo. Así la entendió Abrahán. (Véase Gál. 3: 8, 16), y confió en Cristo para
obtener el perdón de sus pecados. Fue esta fe la que se le contó como justicia.
El pacto con Abrahán también mantuvo la autoridad de la ley de Dios. El Señor
se le apareció y le dijo: "Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de
mí, y sé perfecto." El testimonio de Dios respecto a su siervo fiel fue:
"Oyó Abrahán mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos
y mis leyes," y el Señor le declaró: "Estableceré mi pacto entre mí y
ti, y tu simiente después de ti en sus generaciones, por alianza perpetua, para
serte a ti por Dios, y a tu simiente después de ti." (Gén 17: 1, 7; 26:
5.)
Aunque este pacto fue hecho con Adán,
y más tarde se le renovó a Abrahán, no pudo ratificarse sino hasta la muerte de
Cristo.
Existió en virtud de la promesa de
Dios desde que se indicó por primera vez la posibilidad de redención. Fue
aceptado por fe: no obstante, cuando Cristo lo ratificó fue llamado el pacto
nuevo. La ley de Dios fue la base de este pacto, que era sencillamente un
arreglo para restituir al hombre a la armonía con la voluntad divina,
colocándolo en situación de poder obedecer la ley de Dios.
OTRO PACTO, llamado en la Escritura el pacto "antiguo,"
se estableció entre Dios e Israel en
el Sinaí, y en aquel entonces fue ratificado mediante la sangre de un
sacrificio. El pacto hecho con Abrahán fue ratificado mediante la sangre de
Cristo, y es llamado el "segundo" pacto o "nuevo" pacto,
porque la sangre con la cual fue sellado se derramó después de la sangre del
primer pacto. Es evidente que el nuevo pacto estaba en vigor en los días de
Abrahán, puesto que entonces fue confirmado tanto por la promesa como por el
juramento de Dios, "dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que
Dios mienta." (Heb. 6: 18.)
Pero
si el pacto confirmado a Abrahán contenía la promesa de la redención,
¿Por
Qué Se Hizo Otro Pacto En El Sinaí?
Durante su servidumbre, el pueblo
había perdido en alto grado el conocimiento de Dios y de los principios del
pacto de Abrahán. Al libertarlos de Egipto, Dios trató de revelarles su poder y
su misericordia para inducirlos a amarle y a confiar en él. Los llevó al mar
Rojo, donde, perseguidos por los egipcios, parecía imposible que escaparan,
para que pudieran ver su total desamparo y necesidad de ayuda divina; y
entonces los libró. Así se llenaron de amor y gratitud hacia él, y confiaron en
su poder para ayudarles. Los ligó a sí mismo como su libertador de la
esclavitud temporal.
Pero había una verdad aun mayor que
debía grabarse en sus mentes. Como habían vivido en un ambiente de idolatría y
corrupción, no tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios, de la
extrema pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para
obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador. Todo esto se les
debía enseñar. Dios los llevó al Sinaí; manifestó allí su gloria; les dio la
ley, con la promesa de grandes bendiciones siempre que obedecieran: "Ahora
pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, . . . vosotros seréis mi
reino de sacerdotes, y gente santa." (Exo. 19: 5, 6.)
Los israelitas no percibían la
pecaminosidad de su propio corazón, y no comprendían que sin Cristo les era
imposible guardar la ley de Dios; y con excesiva premura concertaron su pacto
con Dios. Creyéndose capaces de ser justos por sí mismos, declararon:
"Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos." (Exo.
24: 7.) Habían presenciado la grandiosa majestad de la proclamación de la ley,
y habían temblado de terror ante el monte; y sin embargo, apenas unas pocas
semanas después, quebrantaron su pacto con Dios al postrarse a adorar una
imagen fundida. No podían esperar el favor de Dios por medio de un pacto que ya
habían roto;
y entonces viendo su pecaminosidad y
su necesidad del Salvador revelado en el pacto de Abrahán y simbolizado en los
sacrificios. De manera que mediante la fe y el amor se vincularon con Dios como
su libertador de la esclavitud del pecado. Ya estaban capacitados para apreciar
las bendiciones del nuevo pacto. Los términos del pacto antiguo eran: Obedece y
vivirás. "El hombre que los hiciere, vivirá en ellos" (Eze. 20: 11;
Lev. 18: 5.); pero "maldito el que no confirmare las palabras de esta ley
para cumplirlas." (Deut. 27: 26.)
El nuevo pacto
se estableció sobre "mejores promesas," la promesa del perdón de los
pecados y de la gracia de Dios para renovar el corazón y ponerlo en armonía con
los principios de la ley de Dios.
"Este es el pacto que
haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley
en sus entrañas, y escribiréla en sus corazones; y. . . perdonaré la maldad de
ellos, y no me acordaré más de su pecado." (Jer. 31: 33, 34).
La misma ley que fue
grabada en tablas de piedra es escrita por el Espíritu Santo sobre las tablas
del corazón.
En vez de tratar de establecer
nuestra propia justicia, aceptamos la justicia de Cristo. Su obediencia es
aceptada en nuestro favor. Entonces el corazón renovado por el Espíritu Santo
producirá los frutos del Espíritu. Mediante la gracia de Cristo viviremos
obedeciendo a la ley de Dios escrita en nuestro corazón.
Al poseer el
Espíritu de Cristo, andaremos como él anduvo. Por medio del profeta, Cristo
declaró respecto a sí mismo: "El hacer tu voluntad, Dios mío, hame agrado;
y tu ley está en medio de mis entrañas." (Sal. 40: 8) Y cuando entre los
hombres, dijo: "No me ha dejado el Padre; porque yo, lo que a él agrada,
hago siempre." (Juan 8: 29)
El apóstol Pablo presenta claramente
la relación que existe entre la fe y la ley bajo el nuevo pacto. Dice:
"Justificados pues por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo." "¿Luego deshacemos la ley por la fe? En
ninguna manera; antes establecemos la ley." "Porque lo que era
imposible a la ley, por cuanto era débil por la carne [no podía justificar al
hombre, porque éste en su naturaleza pecaminosa no podía guardar la ley], Dios
enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado,
condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley fuese cumplida en
nosotros, que no andamos conforme a la carne, mas conforme al
espíritu." (Rom. 5: 1; 3: 31; 8: 3, 4.)
La obra de Dios es la misma en todos los
tiempos, aunque hay distintos grados de desarrollo y diferentes manifestaciones
de su poder para suplir las necesidades de los hombres en los diferentes
siglos. Empezando con la primera promesa
evangélica, y siguiendo a través de las edades patriarcal y judía, para llegar
hasta nuestros propios días, ha habido un desarrollo gradual de los propósitos
de Dios en el plan de la redención.
El Salvador simbolizado en los ritos y
ceremonias de la ley judía es el mismo que se revela en el Evangelio.
Las nubes que envolvían su divina forma
se han esfumado; la bruma y las sombras se han desvanecido; y Jesús, el Redentor del mundo, aparece claramente
visible. El que proclamó la ley desde el Sinaí, y entregó a Moisés los
preceptos de la ley ritual, es el mismo que pronunció el sermón sobre el monte.
Los
grandes principios del amor a Dios, que él proclamó como fundamento de la ley y
los profetas, son sólo una reiteración de lo que él había dicho por medio de
Moisés al pueblo hebreo: "Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es.
Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todo tu
poder." Y "amarás a tu prójimo como a ti mismo." (Deut. 6:4, 5;
Lev. 19: 18).
El Maestro Es El Mismo En Las Dos Dispensaciones.
Las demandas de Dios son
las mismas. Los principios de su gobierno son los mismos. Porque todo procede
de Aquel "en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación." (Sant.
1:17).
(Patriarcas y Profetas Pág.
378-390)